
Su propio grito la hizo incorporarse en una cama empapada de sudor, y posiblemente lágrimas debido a la humedad que impregnaba sus pestañas y mejillas. No sabía que era lo que había soñado, pero la tensión agarrotaba su cuerpo de una forma desagradable. De hecho aún pensaba que estaba atrapada en el sueño pues, al otro lado de la puerta, se oía el ir y venir frenético de muchos pasos, acompañados de voces nerviosas y angustiadas. La princesa se tapó hasta la cabeza, pero el ruido no cesaba, así como tampoco el malestar que le había causado la pesadilla. Empujó el dosel con una mano y se enfundó en su bata, asomándose al pasillo para ver a qué venía tanto escándalo. La cara sudorosa de una sirvienta la asustó cuando repentinamente apareció en su campo visual.
— Alteza, no podéis salir de vuestros aposentos, es por vuestra seguridad.
Y tiró de la puerta en sus narices, encerrándola. La duda ya había sido sembrada, y extendía sus raíces dentro de la princesa a una velocidad vertiginosa, ¿Y si estaba en peligro? Estuvo tentada de meterse debajo de la cama y esperar ahí escondida hasta que todo pasase, pero el deseo de refugiarse en la habitación de su hermano fue más fuerte, así que logró salir de su dormitorio, encaminándose del ala sur al este, donde Cailean tenía sus aposentos.
A medida que se acercaba, se percató de que toda la afluencia de personas que poblaban el pasillo se dirigía hacia el mismo lugar. Había muchas personas frente por frente de los reales aposentos del rey: Guardias, criados e incluso algún que otro noble.
Intentó asomarse por entre las cabezas que estaban arremolinadas en torno a la habitación de Cailean, despertando velos de ansiedad en la princesa, quien notaba como su pulso se iba acelerando peligrosamente. Aunque no era muy fuerte, empujó a los que le impedían el paso, zafándose cuando la agarraron de la muñeca hasta lograr sortear el muro de personas que bloqueaban el paso y toparse con la desagradable escena. Aquello se quedaría impreso en sus retinas para siempre, sin posibilidad de borrarlo. El torso de su hermano estaba apoyado sobre el escritorio, con la mirada perdida en unos ojos carentes de vida, mientras que de su boca brotaba un hilo de sangre que se unía al que se había formado por la herida que recorría su cuello de un lado a otro, impregnando los edictos reales que había estado firmando. La pluma permanecía sujeta por sus dedos, que mostraban el rictus de su muerte prematura.
En ese momento sintió que sus piernas eran sólo un amasijo de músculos inútiles que no eran capaz de sostenerla, pues se desplomó en el suelo privada de toda fuerza, contemplando el cuerpo de su hermano. Se arrastró hasta él, tirándole de la pierna y luego de la camisa, intentando reanimarlo pese a saber que no era posible. Balbuceó cosas sin sentido mientras la agarraban para sacarla de allí, y ella no dejaba de balbucear el nombre de Cailean, para después romper a llorar como una desquiciada. Si se decía que las lágrimas limpiaban el dolor del alma, Yvaine iba a necesitar una cascada, pues le dolía tanto el pecho que creía que iba a reventar.

CABALLO, ALFIL, DAMA Y PEÓN

— La regente ha sido apresada —La voz del Marqués de Mabillard era lejana como un eco, mientras que la princesa ostentaba el asiento principal en la sala del consejo. Su mirada estaba perdida, aún sumida en el estado de shock— Se han encontrado evidencias en sus aposentos de que confabulaba para matar a vuestro hermano y quedarse con el trono, tal vez incluso a vos también. La daga que le arrebató la vida estaba entre sus prendas.
Yvaine, sumida en su impresión que volvía sus pensamientos más inconexos de lo normal, pensó que Rhiannon era demasiado cuidadosa para guardar un arma sin limpiar entre sus prendas. De hecho ni siquiera habría hecho el trabajo por sí misma. Pero, ¿Acaso importaba en ese momento? Le faltaban fuerza en los brazos incluso para taparse la cara, y las lágrimas hacía rato que se habían secado. Se sentía como una cáscara vacía.
— Le ha cogido gusto al poder —Agregó una segunda voz con malicia.
— Ya sabíamos que era una pécora cuando se casó con el rey —Un tercero se jactó de ello, y la poca lucidez que había en la mente de la princesa pensó que eso era impensable. La regente había sido una mujer temida, pero despertaba fascinación, tanto que muchos la habían adorado con devoción, agasajándola y elogiándola para conseguir sus favores. Ahora todo eso parecía tener de valor, arrastrado como las cenizas por una brisa veleidosa.
Los iris de Yvaine sólo se movieron cuando un pergamino fue deslizado delante de ella, con su correspondiente pluma.
— Es un hecho histórico el que nos acontece. Nunca antes una mujer había accedido al trono en solitario salvo en el caso de la regencia, pero de entre las medidas de vuestro hermano, derogar la ley que lo impedía estaba entre sus deseos —La albina levantó la mirada sin llegar a fijarse realmente en el hombre que le estaba hablando.
Su hermano también quería restarle poder a la iglesia, y sin embargo entre los miembros del consejo aún había aún altos cargos de esta, e incluso algún caballero de la Inquisición. Reconocía la cara del padre Naohm, expulsado hacía relativamente poco de aquella congregación por el propio rey Cailean tras descubrirse que había establecido una red de prostitución con los niños del orfanato. A nadie en esa sala parecía importarle. También estaba allí Sir Mh'ath, caído en desgracia después de que el rey lo acusase por graves crímenes de guerra. Había muchas cosas que su hermano no quería, y la mayoría estaban ahí. ¿Por qué entonces se dignaban a respetar una? No era un secreto que los pensamientos del rey habían supuesto una amenaza para el órgano religioso, el cual consideraban "demasiado adelantado a los tiempos que acontecían" y que "su pensamiento estaba viciado por fantasías imposibles". Ella misma también había pensado que Cailean era un imprudente, un necio y un estúpido por creer que ciertas cosas debían ser cambiadas, pero su muerte le dolía hasta niveles inimaginables: Era su hermano y lo quería con toda su alma. A su alrededor, personas que era consciente de que no sentían ningún aprecio por el difunto, lloraban su muerte como si hubiese sido el monarca que todos deseaban, mientras que sus ojos ávidos de poder lanzaban furtivas miradas hacia ella, como si fuese un juguete nuevo que pronto perdería el envoltorio. Su cabeza estaba embotada, sólo deseaba dormir y olvidarse del mundo entero. Estaba viviendo una pesadilla que se había alargado mucho y deseaba despertar, pero sus deseos estaban lejos de cumplirse.
— ¿Dónde está Tarlan? —Oír su propia voz le sorprendió, tanto como a los presentes, que no disimularon su asombro. Tarlan había sido el consejero más cercano a su hermano, su mano derecha y probablemente la única persona en la que él confiaba sus verdaderos pensamientos y planes sobre el reino.
— Tarlan es un traidor, alteza. —Más acusaciones de traición. Esa última no le sorprendía demasiado y sabía por qué. Lo había descubierto durante una de sus desventuras junto a Shaela y había jurado mantener el secreto.— Tras la muerte de vuestro hermano investigamos sus antecedentes, y hemos descubierto que pasa información a los brujos. Es un brujo, mylady, e incluso puede que estuviese aliado con vuestra madrastra para provocar la caída de vuestro querido hermano.
"Imposible" Pensó la princesa. Tarlan nunca habría hecho eso, eran como uña y carne, pero era de esperar que, a la muerte de Cailean, fuese considerado una potencial amenaza para el orden.
Le volvieron a acercar el papel.
— Firmad, alteza.
— ¿Qué es esto? —Preguntó la chica, sin poder enfocar bien lo que tenía delante de sus ojos. Las letras se volvían borrosas, y era incapaz de encontrarle mayor sentido, aunque la expresión "sentencia de muerte" sí que la pudo identificar con lucidez.
— La orden de ejecución de vuestra madrastra, y algunas cosas más con las que no queremos importunaros, pero que requieren de vuestra real rubrica. Entendemos que, como mujer que sois, no estáis preparada para reinar en solitario, pero descuidad, alteza, el consejo está con vos y os ayudará a tomar decisiones que serán lo mejor para el reino —Más bien, estaban dejando claro que las iban a tomar por ella. Volvió a ofrecerle la pluma con una sonrisa dulce, pero que ella sentía que rezumaba podredumbre.
Nunca se había sentido tan derrotada como en ese momento, y sabía bien cuales eran las verdades que enmascaraban las palabras ajenas, aunque en el fondo quería equivocarse y poder sentirse arropada por el consejo. Pero todos eran desconocidos para ella. Yvaine mojó la pluma en el tintero y firmó, con los dedos temblorosos, el primer pergamino, luego el segundo, y así hasta diez, para después sellarlos con lacre y el emblema real uno por uno. De alguna manera, sentía que estaba firmando su propia sentencia de muerte.

El día del sepelio había amanecido con algunas nubes que daban un aspecto sucio al cielo, pero tan altas que no llegarían a romper en lluvia sobre sus cabezas. Era un augurio de tristeza. Ella estaba sentada en un palco con otros miembros de la nobleza de importancia así como de la iglesia, aún con la mirada perdida y engalanada con prendas tan oscuras como el ónice, mientras que la guardia real los flanqueaba. Habían cambiado el celeste de Albain por un tono más lúgubre que acompañasen el luto por la pérdida del primogénito, y mantenían el porte serio mientras ejercían de escudo para que los plebeyos no se acercasen más de la cuenta. El murmullo que flotaba como el viento en la plaza que había justo delante de la catedral, empezó a volverse estridente y se plagó de insultos.
Rhiannon era conducida por dos hombres, y justo delante de ellos, un párroco iba vertiendo libaciones en el suelo mientras entonaba oraciones de perdón hacia los dioses. Su cabello, siempre rojo y brillante, ahora estaba enmaranado y sucio, y sus prendas habían sido sustituidas por un deprimente camisón de lino, que aún desde aquella distancia, apestaba a aceite. Los mechones taheños que ocultaban su rostro se movieron cuando esta alzó la cabeza, y en su piel se aparecieron los signos de la tortura que le había sido infligida aquella noche para buscar su confesión.
Amada días atrás y odiada ese como si fuese una vil criminal. Yvaine nunca había sentido mucho aprecio por su madrastra, ni tampoco su hermano. No había sido una buena sustituta de su madre, algo que nunca había buscado ser en realidad, pero tampoco era el monstruo que ahora todos señalaban, lanzaban fruta podrida y escupían con tamaño desprecio. Era una mujer presumida, arrogante y controladora, pero no una asesina. Verla despojada de sus lujos, sucia y humillada, despertaba en la princesa la compasión y un pequeño deje de afecto que sólo podía sentir con alguien con quien había convivido desde que nació practicamente. Los ojos verdes de la antigua regente la buscaron como si estuviesen de caza entre la multitud, y cuando se toparon con los azules de Yvaine, se libró de la guardia sólo para caer al suelo, pues los grilletes no la dejaban de moverse.
— Sabes que yo no lo habría hecho. Lo sabes —Se dirigía a ella, alzaba la voz para que la escuchase. Era la súplica desesperada de una condenada a muerte que apelaba a su hijastra en pos de poder salvarse de la pira, pero la albina miró hacia otro lado. Sí, sabía que era inocente, algo se lo decía. Puede que las evidencias, puede que la falta de pruebas, o puede que el interés general del consejo entero por culparla. Lo sabía, pero no se sentía más libre que su madrastra, atada con grilletes, y era consciente de que alguien debía pagar por el asesinato de Cailean.
Rhiannon fue conducida hasta el cadalso, donde la encadenaron a un poste rodeado de fardos de ramas secas, también impregnados de aceite de carbón. La princesa no quería mirar, sin embargo se atrevió a hacerlo mientras el sacerdote pronunciaba en voz alta los cargos: Regicidio, alta traición, y otros muchos crímenes que parecían haber sido diseñados especialmente para la ocasión. Alguien bajó la antorcha y a los pies de la condenada, la madera empezó a arder. Un sólo segundo, los orbes de ambas mujeres se encontraron y la chica pudo ver la rendición, el miedo y las lágrimas que enturbiaban sus esmeraldas. Retiró la mirada justo cuando empezaron los gritos. El padre Naohm había entrado en el campo visual de la joven albina, que no quería ver el desagradable espectáculo, y este sonreía mientras intercambiaba algunas palabras con el Lord Conde de Mác Cártaigh, quien parecía encontrar la escena de lo más divertida, tan entretenido como ir a la ópera o presenciar un baile de salón.
Yvaine cerró los ojos, apretándolos con fuerza, pero sabía que no podía taparse los oídos delante de aquella gente. El alarido de dolor de Rhiannon se clavó en sus oídos, taladrándolos con fuerza, pero también tenían efecto en su propio pecho, como si lo estuviesen martilleando. Aquello pareció una eternidad, y el cielo se volvió más oscuro a causa del humo negro que ascendía, pero esa vez no habría lluvias que salvasen a la condenada. Yvaine sentía que se rompía por dentro, y cuando la voz de la pelirroja fue silenciada definitivamente por las quemaduras que habían desfigurado su cuerpo, notó como ella misma terminaba de hacerse añicos debido a la culpabilidad. No habría podido salvarla, ni aunque quisiera, era imposible.
— Alteza —Dijo uno de los nobles, dejando el asiento cuando en el poste sólo quedaba un esqueleto calcinado en su totalidad. Le ofreció una mano enguantada junto con una sonrisa que provocaron a Yvaine deseos de vomitar. Su piel tenía un ligero tono violáceo— Vuestra coronación aguarda.

A un lado del altar estaba el cuerpo de Cailean, dentro de un féretro de cristal y oro. Lo habían vestido con sus mejores galas y habían cerrado sus heridas, de modo que parecía que solamente estaba durmiendo plácidamente, más ella sabía que no era así. Se acercó lentamente hacia el ataúd y supo que no estaba preparada para despedirse. Desde que fuese pequeña había ejercido como figura paterna para ella, ante la negligencia de un padre que no estaba interesado en tener hijas, y ahora se había apagado como una llama. Había dejado un bonito recuerdo, pero la realidad que dejaba tras de sí era más dolorosa aún. Besó una última vez la frente de su hermano y notó la piel rígida bajo sus labios, antes de dirigirse hacia el altar.
No prestó atención a las oraciones que pedían que los dioses acogiesen al hermoso rey en el seno de los dioses, como el noble y justo caballero que había sido, ni tampoco al discurso que la estaba convirtiendo en reina. El sumo sacerdote cogió la corona que reposaba sobre la cabeza del cuerpo de Cailean y se colocó detrás de Yvaine. Con los ojos aún enrojecidos, la chica notó como colocaban sobre su cabeza el peso de todo un reino, lo que significaba renunciar definitivamente a toda su humanidad. Desde ese momento ya no era la frívola princesa de Albain, pues estaba en manos del consejo, los titiriteros que tirarían de los hilos de la nueva marioneta real, mucho más manejable que su difunto hermano.