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Ceniza, tinta y fuego

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La tinta mojaba los caracteres y otros elementos del relieve. No había mucho texto, pues la mayor parte de la población era analfabeta, así que el apartado gráfico jugaría un papel primordial en la jugada de Lady Amberle.

 

Paseó alrededor de la maquinaria de madera y metal, y sus críticos ojos miel miraron con interés el trabajo que los operarios realizaban, a través del antifaz que protegía sus facciones. Los tampones impregnaban la imagen con aquel líquido azabache, del mismo color que el vestido y la capa de la dama, cuya cola susurraba al stacatto que causaban sus pasos. Tomó uno de los folletos y lo elevó para que la rendija de luz, que se colaba por uno de los agujeros de ese sótano, le permitiese verlo con claridad. La tinta ya se había secado, y sobre las fibras del papel había una imagen obscena y ofensiva, de la reina Asleigh con cierto nigromante, que desembocaba en una caricatura de la soberana actual. Bajo estos, había algunas frases de carácter satírico, para que los más cultos pudiesen leerlas. Aunque la imagen hablaba por sí misma.

 

Devolvió el pergamino al montón del cual lo había sacado y dio un par de toques en uno de los bastidores de la maquinaria. Merecía hasta la última rosa que había pagado a la leona por ella. Aunque hasta ahora, todo había sido "relativamente" fácil. Encargar aquel artilugio, procurar los materiales necesarios, e incluso conseguir empleados discretos (pues eran mudos), fue técnicamente coser y cantar. 

 

Amberle admiró su obra, parte del sendero de su justicia contra un régimen tiránico y opresivo, y suya sería la chispa detonante para acabar con esos cimientos corruptos. Empujaría las piezas una a una hasta que todas cayesen por su propio peso, así tuviese que arramplar con inocentes por el camino. No tenía nada en contra de algunos, otros le resultaban indiferentes, pero los daños colaterales siempre estaban justificados para la regente de las pavesas, y los únicos a los que no pensaba sacrificar era a aquellos que vivían bajo su techo. Por Serena y por Finn, valían cada gota de sangre derramada. 

 

El Rey entre Prostitutas sería la llave, aquel chico de cabello ceniciento que ella miraba con ternura impartiría la justicia deseada, y Amberle estaría a su lado para evitar que errase y que otros lo corrompiesen. A fin de cuentas, era como su hijo, el de todas las damas del Pendón en realidad. 

 

Cuando Finn portase la corona sobre su testa, la regente se encargaría de sanear la corte, eliminando una por una las manzanas podridas del cesto, retribuyendo a aquellos que habían sufrido por una casa real inepta y cruel.

 

Empaquetados los afiches, atados con cordeles, varias resmas serian repartidas para que los operarios a su vez, fuesen desperdigándolas por doquier, sin dejar un sólo rincón de Albain sin empapelar por ellas.

 

Una vez todo fue desmantelado, les ordenó marchar a cumplir su cometido. La mujer fue apagando las velas con sus dedos húmedos de saliva, dejando aquel sótano sumido en la negrura. El hueco oscuro contempló desde lo alto de las escaleras que daban al piso superior, y por unos instantes se apoyó sobre un barril, ostentando una críptica mirada que transformó la curva invertida de su boca en una sonrisa. La última llama, encendida en cebo, iluminaba sus ángulos faciales de forma poco amigable, y aún así, la belleza afilada perduraba en ella como algo inherente a su ser. 

 

Amberle tomó una copa y se sirvió el contenido de la barrica. El sabor del vino era fuerte, intenso, abrasando su garganta al descender pero dejando una placentera sensación en su cuerpo. Decidió que la hora había llegado, y que los rastros de sus fechorías debían desaparecer.

 

— Una pena, está realmente delicioso —comentó a la nada, mirando su reflejo en el vino. Irguiéndose y apoyando su tacón contra el barril, lo empujó escaleras abajo. La madera rodó hasta que se escuchó un estruendo cuando, inevitablemente, estalló contra alguno de los bastidores de la máquina de impresión. 

 

Tras esto, arrojó la vela encendida hacia las entrañas del sótano. El febril tono encendido empezó a cobrar fuerza, poco a poco, pero de forma progresiva. Papel, tinta, vino y fuego... Dulce combinación. 

 

El humo serpenteó escaleras arriba, y era cuestión de tiempo que aquello se convirtiese en un infierno.

 

La regente abandonó el lugar, aún con el cáliz en sus dedos, y a salvo a una distancia prudente, contempló el incendio mientras apuraba el vino. El fuego se reflejaba en sus ojos de color miel, como si estos irradiasen las mismas llamas. Nadie lamentaría que una casucha abandonada de los suburbios saliese ardiendo, mucho menos, cuando al despuntar el alba, los tímidos rumores sobre los escamosos orígenes de la reina fuesen imposibles de acallar, ahora materializados en papel. 

 

Albain amanecería blanco, haciendo honor a su nombre como siempre, aunque esta vez no sería sólo la nieve la que bañase sus calles. 

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Ashes
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