
Prisión de mármol y cristal

Las horas transcurrían sin descanso, minuto a minuto, segundo a segundo, igual que el tiempo en un reloj de arena que se contabilizaba en granos. Y ella no podía dormir, obligándose a ser consciente del transcurso de la noche hacia el amanecer, preguntándose cuántos más podría ver. Estaba sola en la habitación, tras la pronta marcha del Lord aquel día, y aquello la ponía más nerviosa si cabía, dando vueltas en la cama sin cesar sus tormentosos pensamientos acerca de la coyuntura en la que se encontraba el reino en esos momentos, esa delicada situación que podía quebrarse en un abrir y cerrar de ojos. Estaba cansada, le dolía la cabeza, y no deseaba nada más que no fuese entregarse a los brazos del sueño, pero incluso aunque lo consiguiese, las pesadillas hacían que el descanso adquiriese matices vertiginosos, haciendo imposible distinguir entre el sueño y la vigilia, mientras miraba el techo adoselado de su camastro.
La luz tibia se colaba por el pesado cortinaje que cubría los ventanales cuando un ruido proveniente la hizo sobresaltarse. Atribuyéndolo a su falta de descanso, se esforzó por no darle importancia hasta que este volvió a repetirse de forma consecutiva, demasiado como para poder seguir ignorándolos con éxito.
Posando los pies descalzos sobre la mullida alfombra, pisó sin querer la cola de Stjern, ahora demasiado grande como para dormir junto a ella en la cama.
— ¡Lo siento! —se excusó ante el perro-lobo, el cual aprovechó para incorporarse y sacudirse como todo cánido que se preciase.
Yvaine se acercó a la pared, sirviéndose de su memoria muscular para moverse en la relativa oscuridad de la habitación y golpeó el tabique varias veces hasta encontrar el lugar donde estaba hueco, y por lo tanto, donde se hallaba uno de tantos pasadizos del castillo. Solía usar ese a menudo ya que conectaba con la habitación de su mejor amiga. El animal se sentó en el suelo, barriendo el mismo con su larga cola.
— ¿Shaela? —preguntó la albina, encontrando la rendija por la que meter los dedos y deslizando el panel a la derecha.
La persona que se encontraba al otro lado chocó contra ella, a la altura de su barbilla, causando una caída de espaldas por parte de Yv, mientras que el golpe coincidía contra la frente del intruso.
— ¡Por los cojones atados del pontífice, que daño!
Pese a lo agudo de la voz, esa no era Shaela. Para empezar, ni siquiera tenía su estatura, ni ella diría algo tan vulgar y de mal gusto. Descorrió las cortinas para que entrase la luz matutina, aún palpando su mandíbula dolorida, y entonces lo vio, sentado sobre la alfombra. Entrecerró los ojos de puro enojo mientras que Stjern se abalanzaba contra este, pero lejos de atacarlo, empezó a darle lametones en la cara.
— ¿Qué haces tú aquí? —espetó.
¿Acaso ya no podía tener ni un segundo de paz? Se pasaba todo el tiempo evitando a ese mocoso insufrible que se pavoneaba por el castillo, como para tener que verlo ahora en sus propios aposentos.
— Me escapé de mis escoltas. M'am dice que debo estar protegido en todo momento, pero no estoy acostumbrado a tener a desconocidos a mi alrededor. Jejej, ¡Para, hermanito, me haces cosquillas!
— Se llama Stjernstøv y no has respondido a mi pregunta. Además, tampoco es tu hermano. Es un perro.
— Ya sé que es un perro, no te enfades. Es muy difícil de pronunciar y me gusta más hermanito. Además no parece que le moleste, ¿Verdad, hermanito?—se justificó Finn mientras no dejaba de acariciar al animal, que debido a su tamaño, casi podría comérselo de un bocado—. Encontré de pura casualidad un pasadizo y me perdí dentro. ¡Pensé que me moriría de hambre! Hasta que escuché una voz al otro lado, y aquí estoy. Por favor, no se lo digas a M'am —suplicó el menor.
— No tengo por qué dirigirle la palabra a esa mujer. Por si no lo has notado, este no es tu sitio, ni el de ella, ni tampoco el de Argyll —atajó carente de toda delicadeza. Le dio la espalda, dando por sentado que así entendería que su presencia era non grata, y mientras tanto, ella se sentó frente al tocador.
— Ese tio no me gusta —comentó el niño, levantándose del suelo por su cuenta y sacudiéndose las prendas, que carecía de garbo real a la hora de portar. Literalmente parecía un plebeyo vestido de seda. De hecho, así era—, y además creo que yo tampoco le caigo bien. Una vez le tiré un cubo de orines encima, pero te aseguro que fue sin querer. ¿Yo qué sabía? A esa hora no pasa nadie por la calle?
Yvaine enarcó una ceja, mirándolo por el reflejo en el propio espejo, mientras tomaba un cepillo y empezaba a acicalar su largo cabello plateado. No respondió, pues aunque le hacía gracia el relato, no quería congraciarse con el intruso. Cualquier conato de sonrisa fue sofocado antes incluso de formarse.
— Tu habitación es muy bonita —prosiguió él, mirando alrededor con los ojos muy abiertos y soltando un silbido de admiración—. Aquí dentro podría caber, por lo menos, el vestíbulo del Pendón. ¿Qué digo? ¡Tres veces el vestíbulo!
— ¿No tienes nada mejor que hacer? —sus dedos empezaban a trenzar la melena, previo paso al recogido que solía llevar a diario. La falta de sueño la volvía melancólica e irascible, y la presencia de Finn amplificaba esas emociones.
— Ya te lo he dicho, no quiero estar con esos tipos. No los conozco, y no me dan conversación, es muy aburrido. Además, M'am se pasa todo el día con Argyll visitando a la nobleza local y me deja sólo con ellos. ¿Esa es una corona de verdad? ¡Nunca había visto una!
Finn correteó hasta colocarse a su lado, mirando con sus ojillos pálidos la pieza que había sobre el tocador. Dorada, con relleno acolchado en terciopelo carmesí, el símbolo de la soberanía de Cailean lo guardaba Yvaine a buen recaudo, en vez de mantenerlo con otras joyas de la corona en la pertinente sala del tesoro. Era demasiado importante como para mezclarla con otras piezas que, para ella, no tenían ningún valor sentimental, y prefería custodiarla ella misma.
Finn no le dio tiempo a reaccionar, la tomó y la colocó sobre su cabeza, demasiado pequeña para la corona, la cual se torció a un lado acentuando más lo desaliñado de su aspecto. Se parecía a Cailean cuando tenía diez años y ella no era más que una niña de siete años... Ambos sin preocupaciones: Él cuidando de ella, ella siendo la princesa consentida. Incluso Tarlan podía agregarse a esa ecuación. Se habían querido mucho, habían sido uña y carne durante los años en los cuales la inocencia había durado, tiempo que no podía recuperar y que, al mirar al atrás, le causaba dolor de tanto que los añoraba. De tanto que lo añoraba a él.
Y eso la enfureció.
Ese niño era una amenaza para el legado de su hermano, ese que Yvaine tanto estaba intentando preservar. Aunque no fuese más que un peón como ella, un sustituto para la pieza que ya no servía, no podía permitirlo.
— ¿Qué te crees que estás haciendo? —se la arrebató con brusquedad, dándole un empujón y pegándola contra su pecho, haciendo de sus brazos un escudo protector.
El crío protestó al caer sobre su propio trasero, y para sorpresa de Yvaine, Stjern gruñó. Pero no a él, sino a ella. No pudo describir el dolor que aquello le causó.
— Es de mi hermano, no la toques. Nunca será tuya, ¿Me entiendes? No pienso dejar que la toques. Mientras yo viva, no permitiré que se pose sobre tu cabe...
— Yo no quiero ser rey.
Yvaine permaneció un largo minuto en silencio, y esas palabras calaron sobre ella. De nuevo, aquel mocoso la hacía evocar momentos de su vida que sólo traían sufrimiento, y ahora le tocaba al momento en el cual, forzosamente, tuvo que tomar el relevo de su hermano.
Bufó. No quería simpatizar con él. Bien podía estar mintiendo, y ya no confiaba en casi nadie de la corte.
— Es verdad —prosiguió Finn—, ya te lo he dicho. Odio este sitio, lo odio mucho. No conozco a nadie, todos son extraños. Unos me miran como si fuese una cosa, y otros con desprecio, como tú. Sé que no te gusto, pero yo tampoco quiero estar aquí. Trabajo muy duro en el Pendón como chico de los recados, a veces paso frío, calor, hambre y me enfermo, e incluso tengo miedo. Pero... las chicas son mi familia, me han criado desde que era un bebé. Esa es mi casa, no esta. Y M'am... M'am es como mi madre. Estoy muy agradecido con todas, las quiero mucho... Pero no quiero estar lejos de ellas. El castillo no es el lugar de ensueño que parece mientras lo miras por la ventana. M'am cree que esto es lo mejor para mí, que es para lo que he nacido, pero está obsesionada con conseguirlo. Nunca me ha preguntado si es lo que yo quiero. Prefiero seguir haciendo las tareas más feas del Pendón antes que quedarme aquí. Sólo quiero volver a mi casa.
Demasiado pequeño para mentir de forma tan convincente. Yvaine era una blanda en el fondo, y ella tampoco había anhelado la corona. Si se aferraba a ella era porque tenía una meta que conseguir, no por apego a la misma ni por deseo de ser reina. Las lágrimas que recubrían los ojos de Finn, antes de desprenderse por sus mejillas, la pellizcaron con el sentimiento de culpabilidad. Ella se había considerado una niña cuando subió al trono con dieciocho años, pero Finn literalmente, seguía siéndolo.
La albina soltó la corona sobre el taburete tapizado, y extendió la mano hacia el pequeño. Su gesto, para ayudarlo a levantarse, englobaba mucho más.
— Sigues sin caerme bien y no me fío de tí —dejó claro, aunque eso no evitó que, como respuesta, Finn ensanchase una sonrisa cálida y sincera, momentos antes de asentir.
— Bueno, tú a mí sí me caes bien —dijo él, tomando la mano de la albina.
— Estamos en la misma prisión... —suspiró.
— Pero esto no parece una...
— Una cárcel no deja de serlo aunque sea de mármol y cristal, Finn. Si me ayudas, te prometo que me encargaré de que vuelvas a casa.
Finn hizo un gesto con la mano, estirando el meñique. Yvaine pensó irremediablemente en todas las promesas que ella y Shaela habían hecho como amigas, como hermanas.
— ¿Me lo prometes? —preguntó él.
— Te lo prometo —respondió, enroscando su meñique con el suyo.