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El Cónclave

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Berista era la sede sacra, pero también un punto de unión y de control entre los llamados tres reinos, donde el culto a Rhovan, Gwaeth y Celeene era uno de los rasgos comunes que los caracterizaban.

 

Albain, al estar más aislado debido a su situación geográfica, y lindando directamente con Berista en el delta del río Leibhéal, permanecía privado de corrientes de pensamiento ajenas a las permitidas por la fuerte presencia eclesiástica. El reino blanco era la cuna decadente y orgullosa sociedad cuyos estamentos más poderosos y privilegiados rehusaban el cambio.

 

No era el mismo caso de Alerihan, ubicado en Levante, gozando de amplio acceso al mar. Casi podría decirse que la brisa oceánica aplacaba el extremismo religioso, o quizás fuera la afluencia de nacionalidades que arribaban a sus puertos. La magia no gozaba de buena reputación, pero pese ser un estigma social, no estaba perseguida. Incluso algunas especializaciones como la alquimia, sí que eran valoradas positivamente. 


Aldhellen era el tercer reino, situado al norte de Albain y surcado por los ríos que nacían en la cara exterior de la parte más septentrional de la cordillera de los mil guardianes. También poseía acceso al mar y su proximidad a otros reinos hacían de él una tierra próspera. Tras la "usurpación", el nuevo rey, un hombre de fe, había hecho generosos donativos a la sacra sede, por lo que ciertos preceptos poseían un gran impacto social.

 



Neakail contempló el mosaico en el suelo de la Gran Basílica del Triunvirato, erigida en el centro de Berista, formado por pequeños trozos de loza, milimétrica y perfectamente colocados para retratar esa pequeña fracción del continente conformada por tres reinos, la cual era dominada por la religión de la terna. Su sombra se proyectó contra la misma, mientras que sus ojos poseían un brillo singular a la tenue luz de los candelabros, colocados a intervalos a ambos lados de la nave central.


— Arzobispo, por favor, por aquí —La voz del presbítero no se elevó más allá del susurro, para no apagar el coro andante de monjes, que recorrían el templo agitando incensarios para purificar el ambiente mientras que sus voces se convertían en un murmullo constante entonando los cánticos.

 

En realidad, aquel humo perfumado tenía una razón de ser más allá del ámbito religioso: La de aplacar el hedor dulzón de la muerte. En el ábside se encontraba el féretro abierto, con el cuerpo del que hubiese sido, hasta hacía poco, el pontífice de Berista, engalanado con telas y joyas cuyo precio en oro podría dar de comer a un pueblo entero durante un año y medio. Incluso sus dedos de la mano derecha, afectados de gota, parecían a punto de estallar con los anillos que llevaba. Por otro lado, su piel parecía pergamino, fina, cetrina, pegada a los músculos y los huesos del difunto como si llevase más tiempo muerto aún. Apenas había empezado a corromperse, pero la enfermedad que le había arrebatado la vida lo había hecho apestar a podrido incluso cuando aún respiraba.

El viejo pontífice Quintus había superado la casi legendaria barrera de los cien años, a pesar de que a los ochenta su salud había empeorado por diversas dolencias que habían augurado, por parte de otros miembros de relevancia de la iglesia, que el anciano no viviría mucho más. Había superado ya a muchos cardenales que aspiraban a ser su relevo, los cuales terminaron pereciendo en lo que consideraban una corta espera, prolongada más de los necesario. Pero al final, Rhovan lo había reclamado al fin a su lado.

 



Quince miembros del clero, de cualquiera de los tres reinos que profesaban aquella fe, se encontraban reunidos en la basílica, y a pesar que de puertas para afuera se rumoreaban ciertos nombres como favoritos, de puertas para adentro debía reinar el más absoluto silencio. Neakail era uno de los candidatos, y su expresión imperturbable maquillaba la confianza que sentía al respecto del resultado del cónclave. El otro nombre de relevancia era el de Ansel, uno de los cardenales de Alerihan, cuya reputación de hombre virtuoso y justo le precedía. En vida había trabado buenas migas con el joven Cailean, debido a sus ideas pacifistas a la par que transgresoras para con las tradiciones. Era un sujeto al que le gustaba arriesgar, carismático y querido por muchos. El poder que estaba en juego era demasiado, y muchos lo ansiaban. Quizás algunos por idealismo, otros por ambición, y otros por pura devoción. Esos quince debían permanecer encerrados en el sacro templo junto al difunto durante siete días con sus correspondientes siete noches, velando el cuerpo, rezando y apenas alimentándose con pan y agua en lo que durase la elección. Algunos solían rendirse durante el proceso, ya fuese por hambre, por incapacidad de soportar el hedor, ceder al soborno o en general, por flaqueza de fe. En algún cónclave anterior incluso, algún candidato había muerto en sospechosas circunstancias. Mientras menos hubiese, más posibilidades poseerían los que quedasen.  La lucha de poder era en silencio, y casi parecía más bien una invitación a pecar sin que nadie se percatara de ello.

Una lástima para todos ellos, pues el resultado ya estaba pactado en realidad y la reunión no era más que una pantomima que interpretar para contentar a las masas, y a los candidatos.

El último día, se repartiría un cirio para cada uno, y deberían prenderse a la vez. Aquel cuya llama aguantase encendida más tiempo, resistiendo el lagrimeo de la cera, mostraría ser el elegido por el concilio y el resto de candidatos, deberían ayudarlo, vertiendo sobre él libaciones para bendecirlo y ayudándolo a portar la sagrada toga y los objetos sagrados.

Pero aquello se sabía antes incluso de que empezase el cónclave, pues los cardenales recibían las propuestas papales por parte de cada candidato. Y Neakail sabía que la suya había sido la que había atrapado el interés de los prelados, satisfechos con su gestión en Albain, donde la fe extrema perduraba imperturbable a pesar de los intentos de cambio. La monarquía era voluble, y la aristocracia, también.

La frágil paz entre los dos estamentos mas poderosos de Albain había empezado a resquebrajarse tras los últimos acontecimientos, que llevaba a ambos sectores a disputarse el trono: El clero, en nombre de los dioses; la nobleza, en nombre de sus privilegios. La marioneta común que los había mantenido unidos ya no servía.

Aquellos que no consagraban sus vidas a la fe no podían considerarse privilegiados, pues las deidades eran los gobernantes absolutos... Sin embargo, ante la ausencia de los mismos, quienes los representaban en la tierra, poseían por extensión el derecho moral de gobierno. Decidir qué era bien y qué el mal. Neakail había entrado al clero más por necesidad que por devoción, pues como cuarto hijo de una de las baronías, no podía esperar herencia alguna. Había aprendido a interpretar bien su papel de hombre piadoso, y descubrió que el poder religioso era mucho más útil y efectivo que el nobiliario, especialmente en una tierra donde el temor a lo desconocido era mayor al de los latigazos. 


Aldhellen era un estado religioso, el rey de la nación había sido obispo antes de excomulgar a su predecesor, su hermano, y a toda su semilla impía, barriendo su influencia nociva del mapa y ocupando el trono para sanear el reino. El apoyo que brindaba a la santa sede estaba claro. No obstante, las demás... 

 

Alerihan poco a poco se iba alejando de los preceptos establecidos, pues la esposa del rey había nacido campesina, se decía que la hija que ambos habían engendrado, había sido asesinada por su madre para bañarse en su sangre, y para colmo, contaban con la presencia de alquimistas en la corte. Puede que los rumores acerca de la reina Sona fuesen falsos, pero eso no quitaba que el reino situado en la península de Radanta poco a poco iba descubriendo el lado humanista de las ciencias y empezaban a desplazar el sentimiento religioso a un lado.

 

En Albain, el linaje de la rosa estaba en plena decadencia mientras Yvaine jugaba a interpretar su papel de reina, siguiendo los peligrosos pasos de su hermano, quizás con intenciones suicidas. Había dejado entrar a la corte a ese pintor por mero capricho adolescente, el cual había llenado su cabeza hueca con ideas extrañas y peligrosas, e incluso era posible que la hubiese iniciado en algún tipo de culto, al que al final había resultado estar vinculado de alguna manera. La chica era manipulable, eso estaba claro, pero si quienes movían sus hilos eran otros, perdía toda su utilidad como cabeza de estado. Además, estaba ese bibliotecario, otro hereje que no se había molestado en disimular su hostilidad hacia la iglesia y la inquisición, colando objetos mágicos y lecturas prohibidas en el castillo, e incluso creyéndose con la autoridad para enseñar al vulgo rústico: Aquello era el equivalente a lanzar perlas a los cerdos. Por no hablar de aquella bruja de Sarah Wilson, que gustaba dejar en evidencia con su manejo del verbo, erudición y economía, saberes que no deberían estar en poder de una mujer, a quienes el estamento religioso consideraba inútiles y faltas de inteligencia. En realidad, la humillación y el orgullo herido influían demasiado en ese rechazo general que los miembros del consejo sentían hacia la que se atrevía a llamarse ministra. Por no mencionar que según su informante, alguien del castillo se entrevistaba con los rebeldes, y Neakail sabía de quien se trataba: Shaela, la doncella de tierras extranjeras que tan apegada estaba a Yvaine, información que atesoraba a buen recaudo para usarla en el momento oportuno... Además, el Lord extranjero era una prueba más de lo voluble que era la reina, otro tipo que no era santo de devoción del arzobispo, quien sospechaba que podía tener intenciones de apoderarse del trono... Si era de fiar o no, no importaba. Pronto la monarquía dejaría de ser necesaria, así como la aristocracia. 


Las campanadas tronaron, doce exactas marcando el medio día, y la luz del exterior de la nave central empezó a tornarse más fina, hasta que con un golpe seco, ambas hojas se cerraron. El cónclave había empezado. Cuando el Arzobispo mayor de Albain atravesase el umbral hacia el exterior, lo haría como el Sumo Pontífice Sextus, máxima autoridad de la religión de la tríada. Una nueva institución, más grande y formidable, surgiría de las cenizas de las decadentes soberanías, que descarriadas, habían perdido el rumbo y la fe.

 

Aquel sínodo marcaba el inicio, sin que muchos lo supiesen, de la Santísima Teocracia Beristana, donde la autoridad indiscutible sería del papa y de los cardenales.

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