
Príncipe de Ceniza

El eco se perdió en cuanto se detuvo ante la puerta. Sus brazos, normalmente débiles, asieron con fuerza sendos picaportes tirando hacia atrás de las hojas, dejando que la fina línea de luz que se abría entre ambas perfilase su silueta en el umbral, junto a la de Stjernestøv, que había crecido bastante en las últimas semanas.
La sala del consejo permaneció en silencio repentino, todas las voces cesaron de golpe en aquello en lo que estaban discutiendo. Pese a que la mesa redonda de mármol estaba alejada de los portones, la expresión furiosa de la chica era visible desde ahí. Para quien no la conociese bien, pensaría que esa mirada enojada obedecía a una de las legendarias pataletas de la reina, enfurruñada porque la hubiesen dejado de lado en una reunión en su propio castillo. Empero quien supiese lo que pasaba por la cabeza de Yvaine, sabría que aquello era mucho más. Nunca la dejaban fuera de esos eventos, aunque fuese sólo para tenerla de adorno, viendo, escuchando y callando cual perfecta muñeca. Desde el proyecto de secularización, no, mucho antes... Desde que uno de aquellos asientos en el Consejo fuese cedido a Lady Sarah, la voz de Yvaine había dejado de parecer un susurro para adquirir cierto matiz autoritario: sonar más clara, más firme, pese a que el miedo la devoraba por dentro.
Sin embargo ese día tenía que afrontar el colmo del descaro bajo su propio techo: una ilícita reunión que tanto por activa como por pasiva buscaba desprestigiarla, al mantenerla al margen de la misma.
Los ojos vidriosos de Yvaine barrieron la sala.
El asiento del Conde, aquel que Sarah ostentaba como "autorizada", no cobijaba a la joven de melena pelirroja, sino que en su lugar estaba sentado...
— El Duque de Argyll —musitó la chica, estupefacta—. ¿Qué hace él aquí? ¿Puede explicarme alguien qué significa esta pantomima?
Sólo dos de los presentes se levantaron de sus asientos en señal de respeto: Mabillard y Buccleuch. El señor Berwick pareció dudar, y la mirada del Lord-Protector fue tan fulminante que lo disuadió de hacerlo. El resto permaneció inmutables en sus respectivos asientos. No le sorprendió, su relación con la iglesia no era buena desde la promulgación de la ley secular.
Un para nada tácito desafío a su laxa y frágil autoridad.
El marqués de Mabillard parecía nervioso, y tuvo la decencia de acercarse hacia la chica para reverenciarla y besar su mano, antes de hablar.
— Majestad, es un gozo veros —ella le obsequió con una mirada dolida.
— No lo será tanto cuando nadie me ha avisado de esto.
Yvaine no se ando con rodeos, y su contestación causó un respingo en el Marqués, que emitiendo un dubitativo sonido gutural, lanzó un vistazo hacia atrás.
— Las reglas de esta sala han cambiado mucho en mi ausencia si ahora se permite la presencia de animales —el duque rompió con descaro su silencio, esbozando una ladina sonrisa.
Parecía el amo del mundo, ocupando de nuevo el lugar que le había sido arrebatado por sus crímenes económicos y humanos.
El can emitió un gruñido constante a su lado, y aunque no deseaba calmarlo, Yv acarició entre sus orejas para que cesase.
— Así es, Lord Argyll —ni siquiera merecía que se dirigiese a él por un título que le había sido arrebatado, pero lo hizo igualmente—, ya que además de los animales, la calaña de peor clase también tiene permitido el acceso. ¿Alguien puede explicarme lo que está sucediendo antes de que llame a la guardia?
El duque esbozó una sonrisa cáustica, pero no se inmutó. Estaba anclado a la silla, con una pierna encima de la otra y las yemas de los dedos juntas, mirando por encima de las mismas a la reina.
— Habéis crecido desde la última vez que os vi, majestad.
— No ha pasado tanto tiempo desde entonces, y en cambio, yo os veo muy desmejorado. ¿No os ha sentado bien el exilio? —no quería tener que conversar con él, ¿Por qué no se callaba? ¿Por qué no mostraba el pertinente respeto?
El hombre no sonrió, sus ojos grises como el acero querían atravesar a la joven monarca. Elevando un par de centímetros el mentón, el que fuese duque prosiguió hablando.
— Me encantaría poneros al día de las penurias que tuve que pasar por vuestra culpa, pero no quiero aburrir con trivialidades. Esta reunión no es un intercambio de vivencias. Aunque en mi ausencia hayáis intentado convertir esto en un circo, esta institución merece recuperar la seriedad que la caracterizaba antaño.
— Suficiente... Ordeno que este concilio sea disuelto de inmediato, no se me ha notifica...
— ¿Deberíamos hacerlo, majestad? Vos nos mantuvisteis fuera del último —Monseñor Arstrub intervino con aspereza, recordándole las tensiones recientes con la iglesia.
El Lord-Protector permaneció en silencio, pero Yvaine sabía que aquello era cosa suya. Los otros miembros del clero no agregaron nada más, pero su silencio era un tácito apoyo a las palabras del obispo más joven.
Si aquello era una encerrona, ella cada vez estaba más cercana a la pared metafórica contra la que querían acorralarla. Stjern ladró y trató de abalanzarse contra el obispo, pero Yvaine tuvo que agarrarlo del collar para que se quedase quieto. Casi se cayó al haberlo, la fuerza de su cuello era considerable.
— Controlad a vuestro chucho, majestad, o dejadlo fuera. El asunto de hoy es lo suficientemente importante como para que os dejéis de niñerías, a menos que no queráis participar en el mismo —otra vez Argyll—. Creo que esto os interesa.
De todas las ocasiones en las cuales la habían humillado en esa misma sala, aquella era la peor con diferencia. A veces soñaba que estaba muda, que no era capaz de articular sílabas con sentido y que de su garganta sólo brotaba el silencio, pero era porque no la dejaban hablar. Su único problema no era su escasa formación política, ni su espíritu apocado, sino que por el haber nacido mujer, ningún talento que tuviese podría destacar, ninguna decisión que tomase no sería sometida a escrutinio extra o menosprecio innato. La miraban como si fuese una criatura inferior, una mascota demasiado ruidosa a la que permitían el acceso. ¿A quién se referían exactamente? ¿A ella, o a Stjern?
La sangre de Yvaine bullía en el peor de los sentidos, brotando de las múltiples heridas que había sufrido desde que el peso de la corona se posase sobre su cabeza, o incluso un poco antes: la muerte de Cailean, el enjuiciamiento a su pintor, la orden de busca y captura de Nao, todas aquellas veces que guiaron su pluma como si fuese una espada ejecutora, todas esas decisiones tomadas por el Consejo en nombre de su reina marioneta.
— Stjern se queda, y yo también —atajó y empezó a caminar hacia su asiento, donde se acomodó sin mirar a ninguno de los presentes—. Y por favor, Monseñor, no se haga el indignado. ¿Acaso este concilio invitó a mi hermano para debatir las condiciones de su propio asesinato?
El hombre dio un respingo e intercambió una fugaz mirada inquieta con los otros obispos.
— ¿Qué? —alguien casi se atragantó cuando dijo aquello. Hubo un murmullo desagradable, como un zumbido, alternado por retazos de silencio incómodo.
— Majestad, por favor —intervino Mabillard nervioso y conciliador a la vez, como un padre que quiere convencer a una niña especialmente terca, y teme un berrinche mayor—. Sabemos que estais molesta, pero esas son palabras demasiado graves, comprendedlo.
— Esto es un ultraje —dijo otro, Naohm presumiblemente—, por eso no deberíamos dejar que las mujeres tengan acceso a esta sala. Enseguida comienzan a disparatar sin saber de lo que hablan.
— Qué espectáculo tan lamentable —arguyó el Lord-Protector, negando con la testa.
— La reina se ha vuelto loca, ya ni si siquiera sabe lo que dice, acusa a esta loable institución de... —Arstrub fue un poco más allá en su teatro, levantándose indignado.
— Basta de cinismo —espetó la albina para defenderse.
Disparatada, lamentable, loca... esos eran los adjetivos que recibía por mencionar una realidad que todos fingían que no había pasado. El reinado de Cailean era algo anecdótico, y su muerte tenía ese mismo carácter trivial para ellos. De haber sido un chico quien acusase al consejo de aquello, nadie se habría atrevido a faltarle al respeto. Pero era mujer... y para colmo, ella misma.
— No voy a discutir ese asunto, ni aquí ni ahora, pero considero pertinente poner las cartas sobre la mesa y no andarme con medias tintas ni ambigüedades. Soy consciente del poder que representan, pero como reina, demando que se reconozca también el mío. Y agradecería que no hablasen como si pensasen que estoy sorda, fuese tonta o como si no me encontrase presente. Soy un miembro funcional de esta mesa tanto como el resto de los presentes.
Clavó la mirada en Argyll.
— O incluso más. ¿Y bien? ¿Alguien va a explicarme qué es lo que está sucediendo?
Se escucharon palmadas secas, con sarcasmo impregnando el silencio que mediaba entre ellas.
— Hermoso discurso sobre el ojo por ojo y la legitimidad, reina Yvaine. Y muy adecuado, ya que precisamente por eso mismo estamos aquí —Deoch de Argyll volvió a ostentar su mueca ganadora—, un asunto sobre el que tenéis más que ver de lo que pensáis. Quizás, para mantener esa posición, fue por lo que me acusasteis, ¿No es así?
— ¿Qué?
Estupefacta miró al hombre y aquella forma de salirse por la tangente de la cuál estaba haciendo gala. Ahora era sobre ella en quién recaían de nuevo las vilipendiosas acusaciones.
— ¿Ahora me culpa de sus crímenes de desfalco? ¿Qué ocurre? ¿Su patrimonio aristocrático no le era suficiente para subsistir?
Auguraba que los únicos debatientes de la conversación iban a ser ellos dos, y de seguro, el Duque intentaría tomarle las vueltas aprovechándose de su juventud e ingenuidad. Yvaine se aferró con las manos a los reposabrazos. Nunca se le había dado bien mantener la cabeza fría, no terminar refugiada en el llanto y no esconder la cabeza en el agujero más cercano a la espera de que todo pasase, pero en ese momento ameritaba demostrar que había aprendido a sobrevivir en aquel nido de serpientes que era la corte. Esos eran los casos en los que más ansiaba renunciar. Pero de nuevo... debía hacer de tripas corazón.
— No os hagáis la desentendida.
Algo, en su timbre, incitaba a pensar que se acercaba al punto que ansiaba por tratar.
— De alguna manera descubristeis que podía amenazar la validez de vuestro reinado y tratasteis de silenciarme arruinando mi reputación.
— Eso es absurdo —¿Era el Duque el que estaba detrás de los rumores sobre su paternidad? Yvaine sintió un pálpito incómodo—. Usted mismo arruinó el legado de su apellido al malversar dinero de las arcas reales para volverse un usurero. Nadie le obligó a hacer préstamos imposibles y a obligar a saldar las deudas con vidas, ¿O acaso me dirá que las personas que trabajaban en esos burdeles o vendía para compradores extranjeros se ofrecían por gusto?
— Fue un préstamo que pensaba devolver, una inversión, una tarea noble, aunque de cara al público me haya dejado como un villano. Las deudas han de saldarse, no se ofrecían por gusto pero conocían los términos que aceptaban. ¿Se puede juzgar a un empresario por servirse de métodos que le son justos? Yo creo que no. Al menos, no lo hacéis con esa tal Lady Wilson —apostilló el noble—. Además, tenía mis motivos para mezclarme en negocios de dudosa reputación, pues buscaba a alguien, alguien que vos no queríais que encontrase.
— ¿P-perdón?
Se estaba poniendo cada vez más nerviosa, y con la inquietud a flor de piel, el titubeo usual volvía a hacer temblar la firmeza que con tanto acopio le había costado reunir. ¿De qué hablaba?
— ¿A-a dónde quiere llegar, Argyll?
— Por suerte, aunque me quitasteis de escena, otra persona pudo seguir la tarea que vos me forzasteis a abandonar.
El guion marcado por la regente de las Pavesas empezaba a fluir como los engranajes recién engrasados de un molino, pese a que darle ese privilegio al Duque era algo que dolía a la meretriz, pero que sin duda merecía hasta la última gota de sufrimiento por el príncipe de Ceniza.
— ¿Es falso que alguien en vuestro nombre acudió al Pendón de Cristal e hirió de gravedad a la madame? —preguntó, ladino.
Todas las miradas se posaron en ella, aguardando por una respuesta, ya fuese afirmativa o negativa. Había expectación en aquellos rostros y un reverberante gruñido en la garganta de Stjern.
Estaba enterada de eso, por supuesto. Había asignado a Leena la misión de encontrar a la persona detrás de los afiches satíricos que ensuciaban su reputación y la tachaban de bastarda... y sí, era consciente de que la violencia había sido usada en ese momento, aunque prefería no conocer los detalles de cómo la causante había sido silenciada.
Entonces, ¿Era eso? ¿Argyll estaba detrás de las acusaciones contra su legitimidad?
— N-no sé nada de eso —titubeó la albina, pero trasparente como era, se veía a leguas que mentía.
— Entonces permitidme que os refresque la memoria. Hace varias lunas irrumpieron en el despacho de mi enlace, y bajo coacción y amenazas la obligaron a confesar, consciente de que ella custodiaba algo que pondría en jaque esta pantomima de reinado que tenéis montado. Amenazó, si no recuerdo mal, con reducir el local entero a escombros.
— ¡Había empapelado toda Brigann con calumnias! —se le escapó, dando un golpe sobre la mesa redonda de mármol con sendas palmas.
Crispó los puños al reparar en su propio error, y en las miradas que la juzgaban en silencio, portando diferentes expresiones, pero sobre todo, en la taimada sonrisa del Duque.
— Las mentiras no deberían preocuparos si son solo eso, reina Yvaine. Disteis mas importancia de la debida a unos insignificantes papeles que, según vuestra merced, no albergaban veracidad ninguna. Yo digo que había algo más, ¿No es así, Milady?
— ¿Pero qué...? —empezó a protestar Yvaine, pero esa pregunta no iba dirigida a ella, como no tardó en descubrir.
El firme sonido de unos tacones emergió tras una de las columnas marmóreas. El negro silueteaba la figura de la responsable de una forma que dejaba poco a la imaginación, sin embargo llevaba los brazos al descubierto, donde vendajes daban testimonio de varias magulladuras previamente tratadas. Un velo oscuro mantenía a buen recaudo sus facciones aristocráticas, aunque bajo la tela de redecilla algo podía intuirse. Sus manos, revestidas con guantes cortos, se posaban sobre los estrechos hombros de un niño, por cuya mirada desfilaban el sobrecogimiento y la fascinación. Su cabello albino parecía haber intentado ser domado sin éxito, y llevaba ropas que le quedaban un poco grandes y desentonaban con su porte desgarbado.
— Así es. La persona que me atacó mostró especial interés en saber acerca de Finn.
— ¿Y esta quién es? ¿Quién la ha dejado entrar? —preguntó uno de los presentes, el joven Conde Buccleuch, manifestando en voz alta una pregunta que llevaba un rato rondando la cabeza de Yvaine.
Fuese quién fuese, la guardia estaba mostrando signos demasiado claros de insubordinación y negligencia, no sólo por permitir que el Duque de Argyll, un criminal, accediese al castillo, sino por permitirle la entrada, tanto a él como a la mujer y al niño, a la Sala del Consejo, donde las decisiones de Albain eran tomadas. Aquella trasgresión en toda regla no podía pasarla por alto. Ameritaba una reestructuración de la guardia real, y muy posiblemente, delegar todas las competencias de esta en la Orden del Manzano.
— Quizás su majestad me conozca por mi seudónimo, Lady Amberle —se dirigió a la albina. La curvatura ladina de su boca era oteable bajo el velo—. Dadle recuerdos de mi parte a vuestro asesino la próxima vez que lo veáis, y decidle que no perdono ni olvido.
La última frase fue enunciada con una total exención de frivolidad, con un timbre más glacial que el propio clima de las cumbres.
— Permitidme que me presente, aunque algunos ya me conocen, ya que tenían relación con mi padre, pero seguramente no me recuerden. ¿Vos lo hacéis, majestad? —sonrisa ladina se formó en sus comisuras generosas—. Lady Ducille Eckhart al servicio de Albain.
Sólo soltó los hombros del niño para efectuar una perfecta reverencia que derrochaba elegancia en cada ángulo. La casa Eckhart hacía tiempo que había perdido todas sus tierras, pues el cabeza de familia se había arruinado buscando a su hija. Las posesiones de este habían pasado a ser propiedad del Duque.
— Y este joven señorito es Finn, hijo de Serena Davenhall y también de la semilla del rey Balgair, por lo tanto un miembro del linaje Ròsach.
— ¿Cómo? —bramó Yv, pues aquello se había vuelto surrealista por momentos. Stjern, al lado de la reina, movía su larga cola, haciendo que esta chocase contra el asiento.
— ¿Es una broma? —preguntó Monseñor Arstrub—. Yo creo que eres una charlatana y una ramera que busca aprovecharse de los rumores baratos que corren por los barrios bajos.
— Le agradecería que no usase el antiguo oficio como insulto, monseñor, ya que usted suele ser asiduo a los locales donde se practica, ¿No es verdad?—Lady Amberle sonrió mientras el obispo despotricaba—. Finn es hijo del rey Balgair y por lo tanto, un candidato al trono más válido que la actual reina.
— No tienes pruebas de que este niño sea hijo de nadie —arguyó el Conde, pragmático, mientras sacudía una mano.
— Yo doy fe de ello —intervino el Duque de Argyll, que había permanecido en silencio—. Como pariente del rey, era conocedor de su fijación por las mujeres jóvenes, en especial por Serena Davenhall. Ambos compartieron un affair —la dama de cabello bruñido soltó un bufido imperceptible—. Acércate, chico.
Finn miró a Lady Amberle, buscando su aprobación, y esta le obsequió con un asentimiento y un suave empujón para impulsarlo.
— Recuerda cómo te he enseñado —susurró con calma.
El pequeño se adelantó hasta quedar junto a Deoch de Argyll, aunque en su lenguaje corporal se intuía timidez y cierta cautela hacia el mayor.
Este se levantó de su asiento para presentarlo.
— Su cabello es blanco como las cumbres, al igual que el de la familia real...
— Ese tono de pelo es muy habitual en Albain, especialmente entre la nobleza debido a la endogamia. Eso no significa nada —rebatió Yvaine, empezando a ponerse nerviosa.
El Duque, que no estaba contento con la interrupción, fulminó a la reina con sus pálidos ojos.
— Habéis intentando por todos los medios que este día no llegase, pero os guste o no, este chico es de sangre real, es el vivo retrato de vuestro difunto hermano Cailean, ¿Acaso vais a rebatirme eso?
Agarró al crio por el mentón y lo hizo inclinarse ligeramente, para que sus orbes asustados entrasen en contacto con los de Yvaine. Durante un breve momento, la chica y este cruzaron sus miradas, y ella no supo decidir cuál de los dos estaba más asustado. Y si bien no había sabido hasta ese momento de la existencia de Finn, el Duque tenía razón en algo: su existencia amenazaba todo lo que había construido hasta ese momento.
— Yo no se nada de este niño.
— ¿Vais a negarlo, Yvaine? Miradlo directamente y hacedlo si os atrevéis.
Amberle rompió su propia tensión, y se dio el lujo de acercarse lo suficiente para ejercer como protectora de Finn. Carraspeó.
— Suficiente, Duque —espetó con frialdad, para luego recuperar las apariencias y volver a esbozar una sonrisa almibarada que contrastaba con la dureza de su mirada—. Esa no es forma de tratar a un príncipe, ni a un futuro rey.
— ¿Un rey? ¿Este bastardo? —cuestionó el obispo Fergus, mano derecha del pontífice y su sucesor directo en Albain. Era un hombre fervoroso—. Así no es como se concibe a un heredero.
— Ya tenenos soberana —intervino Mabillard, conciliador, soltando una risita pomposa para restar hierro al asunto.
— Según se comenta, la reina podría no ser legítima tampoco, ¿No es así? Peor incluso, ya que no tendría la misma sangre que su majestad Balgair.
— Duque, es suficiente. Tengo suficientes motivos para apresarle, no me de más —lo cortó la chica.
— Además, recordemos que su gracia sólo se sienta en el trono porque no había un heredero varón al momento de morir el anterior rey —Argyll cruzó los dedos delante de su rostro, hablando como si ella no estuviese presente—, pero todos sabemos que es mucho más sensato que el poder recaiga en un hombre. Así se ha hecho siempre, y así es como debe volver a hacerse. La reina no puede asegurar descendencia con el linaje real al ser una mujer, Finn, en cambio, sí puede. Yo, Deoch Claid-Ròsach, reconozco a este muchacho como hijo de Balgair y por lo tanto hermano del rey Cailean, de ahora en adelante Finn de la casa Ròsach, declarándome su protector y valido, y lo postulo para reclamar el trono que le corresponde por derecho de sangre.
— ¿Con qué derech...? —Yvaine empezó a hablar, pero el ruido de las patas de una silla al arrastrarse la forzó a callarse y mirar en la dirección pertinente.
El Lord-Protector se había levantado del asiento. Se mesó su espesa barba con la diestra.
— Es hora de devolver algo de sensatez a esta institución y dejar a las mujeres fuera de la misma.
Amberle se rio por lo bajo.
— También reconozco al joven señor como heredero al trono. Desconozco su formación, pero es joven y aún puede moldearse. En cambio las decisiones de la reina empujan a la decadencia a Albain, señal de que no puede confiarse a una fémina una tarea tan importante como la dirección de un territorio. ¿Acaso ya nadie recuerda que estuvo relacionada con un brujo?
— Si me lo permitís... —Lord Berwik elevó una mano para pedir la palabra.
Su rostro estaba tan rojo y sudoroso como de costumbre, e ilusa fue Yvaine al pensar que, al igual que en la investidura de Sarah, hablaría en su favor.
— Las buenas costumbres no deberían perderse, majestad, y es cierto que la casa real depende de que se perpetúe con la presencia de un heredero. Vos no podéis mantener el apellido. Habéis hecho un trabajo... aceptable dentro de vuestras posibilidades, pero os habéis desviado del camino correcto y es mejor volver a dejar el reino en las manos más expertas. Lo siento pero... yo también reconozco al muchacho.
Eso no podía estar pasando. Las miradas pesaban, todo su cuerpo pesaba, incluso sus propios pensamientos pesaban, todo mientras la estancia se convertía en una vorágine que la hacía perder el equilibrio. Notó un golpe del hocico de Stjern en su costado, seguido de un ladrido que se fundía con un gimoteo. El reino se desmoronaba ante sus ojos, azules como el mar, convertido en una suerte de castillo de naipes que fácilmente era arrastrado por el viento.
Mabillard carraspeó, e Yvaine rehusó mirarlo. Sin darse cuenta había vuelto a apoyar las manos sobre la mesa de mármol y tenía la cabeza inclinada. Su cordura y consciencia se mantenían sujetas por un hilo extremadamente fino, a punto de alcanzar su punto de ruptura.
— Lo siento, pero simplemente no puedo dar mi apoyo a esto. Bien es cierto que este muchacho puede ser hijo del difunto rey Balgair, pero eso no cambia nada. No deja de ser un niño nacido fuera del matrimonio, y en cambio, no hay nada que confirme que los rumores sobre nuestra reina son ciertos. Además, la —sonrisa nerviosa— ley Secular ha traído beneficios notorios en el reino. Es cierto que hay nuevos ricos, pero también la nobleza se ha visto favorecida por este hecho. Por no mencionar que la designación de Lady Sarah como gestora de las cuentas ha sido un acierto, ya que las arcas reales no se habían visto tan saneadas desde hace más de veinte años. Y hablando de la dama, considero que su ausencia dificulta la toma de esta decisión, ¿No creéis? Aunque de seguro se posicionará a favor de su majestad, no tengo la menor duda. Además, me consta que las obras de saneamiento recién han terminado y el agua vuelve a llegar limpia a algunos distritos, lo cual esperamos, se traducirá en una reducción del índice de mortalidad en las zonas más pobres. ¿No es así, joven Conde? —su mirada cristalina se desvió hacia el aristócrata de cabello trigueño que se sentaba a su lado, el cual soltó un bufido que se asemejaba a una risa. A él le habían sido encargadas las materias primas para la construcción, así como la mano de obra.
— Puedo asegurar que los materiales son de la mejor calidad, y que mis hombres han hecho un buen trabajo. Y no lo negaré, he visto mi patrimonio aumentado gracias a la última ley, y esa razón me basta y me sobra para dar también mi apoyo a la reina—Buccleuch realizó una floritura con ambas manos, gesto equivalente a encogerse de hombros—. Mi lealtad está con quien me reporte más beneficios. Soy un hombre de negocios después de todo, y la nostalgia no me puede tanto como a los más veteranos. Lo siento por tí, niño, es una lástima que te hayan arrastrado a esto pero no es nada personal.
Y por el rabillo del ojo, Yvaine creyó percibir cierto destello cómplice en el rostro del sujeto, ademán que le valió quitarse un peso de encima, más una pequeña fracción del mismo no podía liberarla de su caída al abismo: Contar con el apoyo de tres miembros relevantes de la facción noble, frente a otros tres influyentes en contra, no significaba un alivio, pues quedaba la decisión de la iglesia, e Yvaine sabía que jamás contaría con el apoyo de los mismos, especialmente tras la ley que la había enemistado con dicho estamento.
Contuvo el aliento, aguardando por una deliberación que conocía de antemano. Ya podía ir despidiéndose de todo, probablemente el desenlace de aquel concilio terminaría con ella obligada a recluirse en un convento, y eso contando con la medida más optimista, mientras que ese niño tomaba el relevo de todo lo que había conseguido, y posiblemente permitiese que esos cambios fuesen desechos. Como pasó tras la muerte de su hermano.
Yvaine lo comprendió: Finn no era más que otra marioneta en las manos del Duque de Argyll: Una más nueva, conveniente y probablemente más manejable. Y la iglesia apoyaría la moción sin dudarlo.
Y como si supiese que era su turno, Monseñor Fergus suspiró largamente, la antesala a su propia respuesta con respecto a aquello.
— Desde que su Santidad dejase este reino para asumir su responsabilidad como Sumo Pontífice en Berista, he presenciado cómo la decadencia se apoderaba de Albain, abandonando el sendero de la rectitud y la fe para entregarse de lleno a la inmoralidad. Su majestad parece haber olvidado que, pese a que mi predecesor ya no está aquí, la iglesia sigue existiendo como estamento, y sus actos han supuesto una total falta de respeto hacia sus representantes, hacia el templo y hacia los propios dioses.
Posiblemente era, de toda la sala, el único que sentía lo que decía. Cailean lo había admirado, aunque no compartía su filosofía. En cambio, Yvaine veía en él a un inequívoco portavoz de Neakail... Bueno, del Sumo Pontífice Sextus. Estando ya todo perdido, no podía decir que se arrepintiese de nada, y aunque deseaba que Celeene abriese la tierra en dos y la engullese, se esforzó por permanecer con la cabeza bien alta mientras el orador proseguía.
— La reina ha demostrado no estar a la altura, y por si fuese poco, se deja seducir por extranjeros que la instigan a ignorar los preceptos que han mantenido a salvo a Albain desde hace generaciones. Le ha declarado la guerra abiertamente a la iglesia al tomar decisiones que atacan directamente la autoridad de la misma.
— La tierras pertenecían a la corona y no a la iglesia, no confunda posesión con propiedad —rebatió Yvaine, harta de que la tratasen como si fuese idiota y no sabía lo que estaba haciendo. Se había estudiado la legislación de Albain de mala gana, pero a conciencia, para que no pudiesen aprovechar su ignorancia en su contra—. Estaban en manos muertas y se les ha dado un uso que como puede ver ha beneficiado al reino. Si la religión vela por el bienestar de sus habitantes, debería aceptar diligentemente esta decisión.
— Habéis jugado a un juego que desconocéis y esto se os ha ido de las manos. Nada puede justificar este desprecio público más que para imponer el poder de la corona frente a los poderes divinos. Así que —la solemnidad en la cascada voz del anciano la hizo temer lo peor, y se escuchó a sí misma tragando saliva sonoramente—, Yvaine Elpelth Fionn de la Casa Ròsach, en nombre del Sumo Pontífice de Berista y de toda la iglesia de la terna, quedas excomulgada sin posibilidad alguna de redimirte. Se te privará del acceso al jardín de los dioses una vez tu vida llegue a su fin y sólo podrás expiar tus pecados en el infierno.
Difícil era mantenerse estoica. Yvaine no temía lo que pudiese venir cuando su vida terminase, pero sí que le causaba desasosiego que su existencia se convirtiese en un infierno debido al repudio social que acababa de recibir. No podía mirar alrededor, su vista estaba fija en el Obispo, que de alguna manera, parecía contrariado ante la ausencia de protestas o llanto por parte de la reina, como si eso mostrase en ella algún signo de querer retomar el camino del bien. Sí, estaba decepcionado genuinamente, pero no por algún morboso deseo, sino por ver a una de las ovejas descarriarse sin remedio.
Ah, pero aún no había terminado de hablar. Deoch hizo el amago de agregar algo, más el Obispo lo interrumpió.
— La iglesia tampoco está dispuesta a reconocer a un bastardo como rey de Albain. Por desgracia, la decadencia no sólo se aplica a la reina, sino que va más allá de esta y ha enraizado en su propio linaje con los actos impúdicos del rey Balgair, engendrando fuera del matrimonio bendecido por la Tríada. Y la nobleza, como partícipe de este circo, es igualmente culpable. A partir de este momento, la Sacra Ciudad de Berista decreta la ruptura oficial entre la iglesia y cualquier rama aristocrática o monárquica del reino blanco. Así lo ha establecido su santidad, el Sumo Pontífice Sextus.
Se levantó de su asiento, y el resto de los prelados lo imitaron inmediatamente. No era difícil imaginar el por qué, de todos sus adeptos, Neakail había elegido a ese hombre como su sucesor, pues la fe más ciega lo movía, era extremadamente leal y además poseía el carácter necesario para hacerse notar.
— No reconocemos como soberano a ninguno de los dos candidatos. Rezaremos por las almas de todos en el reino, y confiamos en que este castigo les haga recapacitar.
Murmuró un salmo y se persignó, dando por concluida su intervención en la sesión, abandonando a posteriori la sala con los otros cinco miembros del clero y dejando vacíos la mitad de los asientos de una sala donde siempre se había decidido el destino del reino. El silencio se instaló entre los participantes de la mesa redonda, como si hubiese pasado un ángel... o un demonio.
— Duque de Argyll, Lord-Protector, Señor Berwick, si cesan en esta locura y me dan su apoyo, tal vez podamos hacer frente a la iglesia.
— Eso no sucederá —el Lord-Protector estaba furioso—. ¡Mirad lo que ha sucedido por vuestra culpa! Hemos perdido el apoyo de la religión.
— No es ese el que necesitamos —lo interrumpió Lady Amberle, para consternación del anciano, quien fingió que no la había escuchado. Seguramente debería estar ofendido de que una prostituta se dirigiese a él directamente y dándose el tratamiento de un igual. Si la situación no hubiese sido la que era, ni la mujer fuese contraria a los intereses de Yv, ella habría considerado la mueca del noble muy divertida—. El poder reside en el pueblo. La religión no es más que una herramienta de control, pero no es la definitiva. Son ellos quienes deciden en quien poner su fe, por quien luchar, por quien morir. El poder colectivo es el que sustenta el reino, y para unirlos a todos es necesaria una figura con la que puedan simpatizar, que los entienda, que pueda protegerlos algún día. Por eso Finn es el candidato adecuado, no sólo por sus orígenes sino también por su crianza, nadie conoce mejor que él...
— Lady Eckhart, ese discurso está muy bien, pero ese niño a parte de existir no ha hecho nada por Albain —dijo el Conde Buccleuch, haciendo gala de su habitual pragmatismo—, ¿Pretende presentarlo como una especie de mesías?
— La reina tampoco ha hecho gran cosa en tres años, y no goza precisamente de popularidad entre las castas más humildes —se jactó la dama—. Sé bien de lo que hablo, basta con que se de un paseo por el Barrio de Ceniza y verá que no me equivoco. Ni le ha dado la oportunidad a Finn de demostrar su valía, yo misma me he encargado de su educación.
— Suficiente —Yvaine no se sentía libre, sino de pie en mitad de un lago helado que se agrietaba bajo ella misma. La habitación entera daba vueltas a su alrededor y le dolía la cabeza hasta tal punto que ignoraba el por qué no había perdido la consciencia todavía—. Esto no tiene ningún sentido. Yo... me retiro por hoy, seguiremos con este debate en otro momento. Podéis marcharos todos.
— De hecho —el Duque llamó su atención—, como valido del candidato a rey, y dado que tiene tanto derecho como la reina, sugiero que este debe permanecer en el castillo. Así se evitarán potenciales accidentes que puedan atentar contra su vida, ¿No creéis? Aquí es donde más seguro puede estar, nadie se atrevería a tocarle un solo pelo bajo este techo, ¿Verdad? Por supuesto, la presente Lady Eckhart y un servidor nos encargaremos de su tutela.
La estaba retando, la estaba acusando, la estaba amenazando. Yvaine ladeó el rostro hacia el crío, y sintió una oleada de desprecio. ¿Por qué tenía que aparecer en ese momento? ¿Por qué tenía que ser hijo de Balgair? ¿Por qué tenía que parecerse a Cailean? Habría sido más fácil odiarlo si no albergase similitudes con su hermano. Que Stjern se hubiese acercado hasta él y el crío hubiese empezado a jugar con el animal, no ayudaba a detestarlo. O quizás sí. No sabía cómo sentirse, el niño no tenía culpa.
— ¿Acaso tengo opción a oponerme? —espetó la albina, y la respuesta que recibió fue una sonrisa. Las respectivas facciones tras cada representante en el consejo respaldarían a Finn tanto como los subordinados de Mabillard y Buccleuch lo harían con Yvaine—. Haced lo que queráis, pero sabed que la Orden del Manzano me informará en todo momento de cualquier actividad sospechosa, y que no pienso alterar mi agenda de tareas por esto. Stjern, vámonos.
Tuvo que llamar dos veces al animal para que la obedeciese. Tanto el Marqués como el Conde la flanquearon al dirigirse a la salida, e Yvaine agradeció que hiciesen de pantalla, pues no quería ver al resto de los presentes. Tan pronto como atravesase el umbral de la sala del Consejo, la sesión se daría oficialmente por concluida, y todo Albain sería consciente de que una fractura total de la gerencia de Albain acababa de disgregarse en tres bandos enfrentados.